15 de Julio. Hoy no es como ayer.
Al
despertar, siento que es distinto el día. La
televisión está apagada. No lanza el impacto de brillos y colores. El bullicio
de las calles de Pamplona: la espera del encierro, la preparación de los mozos,
el paseo de las autoridades, incluso un fugaz pensamiento para quien tiene
algún familiar deambulando, allí donde van a correr los toros… Sucesivas imágenes nos revelaban detalles: los que se
preparan con la impaciencia y el miedo en las miradas. Los corredores de pro:
con sus gestos y saludos, sus ritos y supersticiones de pronto desveladas.
La mañana despierta y echo
en falta los comentarios de blanco y pañuelo rojo en el cuello a la par que
irrumpe el aroma fuerte del café. A esa hora, ya San
Fermín estaba de vuelta, después de haber repasado los posibles imprevistos en
cada rincón de calles y barreras. Había anticipado su preocupación por el azar
y el destino de los protagonistas; la suerte de cada cual y la de los
peregrinos que llegan de lejos, con la alforja repleta de ilusión, pero quizá parvos
en la habilidad con los toros y en la templanza con el vino.
Al fin, dispuesto el tiempo en su
hora, añoro el sabor de los últimos segundos: el canto de los mozos con el diario
en la mano.
Hoy
he advertido un silencio en la mañana, un vacío inesperado. Se ha roto el instante por un trisar alocado
de ida y vuelta. Ha sido como un corte incisivo en la piel fresca de la mañana
que ha abierto mi conciencia con otros sonidos y voces. Por un momento, la
realidad ha sido el recuerdo de los últimos siete días y, de golpe, se ha
echado encima la nostalgia.
El
paso fugaz y estridente de las golondrinas se repite una y otra vez. Me recuerda
el cepillo aquel de la escuela, el que borraba la pizarra el día después de
haber anunciado la fiesta.
Ya no sonará el cohete, ni saldrán los
cabestros y correrá la manada, escribiendo la leyenda de un encierro distinto.
Desde ahora comienza otro encierro, el del cada día: el de los toros de la
vida.